La vela, las emociones del primer curso
Escoramiento, sotavento, orza. Foque, botavara, vela mayor, barlovento, manga. Durante dos horas mi instructor no deja de llenarme la cabeza con lo que él llama «conceptos», mientras yo pienso que nunca podré memorizar todas esas palabras nuevas. Mi primera lección de navegación fue así: una inmersión rápida y repentina en un mundo que me era completamente desconocido, y que en un día se volvió increíblemente familiar. Sergio, mi instructor de vela, tiene el aspecto clásico en el que pensamos cuando nos imaginamos al típico marinero: piel bronceada, barba descuidada y un puro siempre en la boca. En su vida anterior fue diseñador gráfico publicitario, y luego empezó a enseñar a otros a navegar en barco. Desde hace cuarenta años, me dice, se hace a la mar todos los días con una pasión que se percibe nada más otear el horizonte. Y exudando experiencia en cada «concepto» que me transmite.
Las primeras lecciones tienen lugar en un Meteor. Nada más subir a bordo, Sergio me invita a tomar el timón. Es fácil», me dice, «funciona al revés que el volante de un coche: si lo mueves a la derecha el barco gira a la izquierda, y viceversa». Estoy incrédulo, no sé conducir un velero y, sin embargo, este desconocido me confía el timón en la mano mientras se encarga de abrir las velas al salir del puerto. A partir de ese momento, nunca me soltaré: dentro del canal mantengo el casco en el centro y en mar abierto sigo las indicaciones de Sergio mientras me enseña a virar y a trasluchar. La emoción está por las nubes, es la primera vez que salgo con un velero y es algo magnífico, correr sobre las olas, evitar las nasas de los pescadores, vigilar que no se acerquen otros barcos y, sobre todo, aprender toda la fascinante terminología náutica que me transmite mi instructor.
La lección continúa así, y en cuanto termina y vuelvo a tierra firme, me doy cuenta de dos cosas: estar al timón parecía fácil pero en realidad me siento muy fatigado, quizá también por el esfuerzo mental de concentrarme durante dos horas en aprender cosas nuevas; y sobre todo, toda la terminología náutica que temía no poder memorizar entró en mi cabeza de forma inmediata y natural. De hecho, durante el resto del día no hago más que pensar en ello con entusiasmo, y lo mismo en los días siguientes, sobre todo cuando me gane el ascenso al Grand Soleil 34, que es mucho más satisfactorio que el pequeño Meteor que desearía subir a bordo de un superyate. Las dos horas de navegación a la semana se convierten así en una cita que espero con impaciencia, y después de cinco clases siento que he aprendido muchas cosas nuevas y fascinantes. Hay algo beneficioso y terapéutico en la navegación: la navegación es realmente un mundo maravilloso.
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